23 May Premios como motor de disrupción
En 1714, el Parlamento Británico estableció un premio a quien descubriera una forma de determinación fiable de la longitud (o sea, de la distancia angular a un paralelo de referencia, por ejemplo, el de Greenwich): 10.000 libras a un método de determinación de longitud con una precisión de 1 grado (que se convertían en 15.000 si la precisión era de 40 minutos, y en 20.000 si era de medio grado, o sea, 30 minutos). No se consiguió hasta 1761, fecha en la que John Harrison pudo construir un reloj preciso con el que se podía medir la longitud con una precisión de medio grado.
Pocos años más tarde le tocó el turno al ferrocarril. La primera línea de ferrocarril del mundo se estableció en 1825 entre las dos ciudades industriales inglesas de Stockton y Darlington (de 39 kilómetros de longitud), y fue ideada y construida por George Stephenson. Con ello se inició la revolución del ferrocarril, que dio pie a la transformación industrial de Occidente. Los promotores de la que sería la línea férrea entre Manchester y Liverpool ofrecieron la cifra de 500 libras de la época (una importante cantidad) a quien consiguiera construir una locomotora “que pudiera arrastrar el equivalente a tres veces su peso una distancia de cuarenta veces una milla y dos tercios” (o sea, casi 70 millas). Un reto que ganó el propio George Stephenson, en 1829, con su máquina Rocket.
En 1919, el Orteig Prize prometía 25.000 US$ al primero o primeros que realizara una travesía del Atlántico en un aeroplano, hazaña conseguida (además en solitario) por Charles Lindbergh con su “Spirit of Saint Louis” en 1927. La demostración de la utilidad de los aviones en el transporte transoceánico (hasta entonces reservado a los barcos y zeppelines) supuso el inicio del boom de la aviación comercial.
La mayor parte de estas innovaciones estimuladas por premios demuestra cómo con un (limitado) dinero se estimulan inversiones mucho mayores: por ejemplo, se estima que los 25.000 dólares del Orteig Prize estimularon que nueve equipos diferentes invirtieran en conjunto más de 400.000, lo que demuestra el “potencial palanca” de los premios en metálico.
Inspirándose en este último premio, el emprendedor Peter Diamandis ideó en 1996 el que denominó X-Prize, dotado con 10 millones de dólares para la primera iniciativa privada que consiguiera llevar a 100 kilómetros de altura (o sea, a lo que la Federación Aeronáutica Internacional define como “la frontera del espacio”) una nave pilotada, con el peso equivalente a tres personas, dos veces seguidas en el espacio de quince días. Veintiséis equipos respondieron al reto, que se satisfizo el 4 de octubre de 2004 por la empresa Scale Composites con su nave SpaceShipOne. Pocos días después de conseguirlo, Sir Richard Branson entraba en el capital de la empresa y fundaba con ella Virgin Galactic, con el objetivo de fundar la industria del turismo espacial.
Hoy, son muchos los esquemas de innovación basados en estímulos estructurados en forma de reto/premio. Su eficacia sugiere que quizás deberíamos replantearnos la utilidad de las subvenciones, menos prácticas que los premios que estimulan la energía de los inquietos. No se trataría, pues, de aplicar Keynes a la innovación, sino de entender mejor los mecanismos humanos de autosuperación que Schumpeter tan bien describió como uno de los principales motivadores del emprendedor.
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