Ke!926 Economía suicida: ¿Es inevitable la autodestrucción del capitalismo?

Ke!926 Economía suicida: ¿Es inevitable la autodestrucción del capitalismo?

Me resulta algo desagradable, lo confieso, que en cada día más conversaciones de negocios oiga como se trata al individuo-cliente como a un mero objetivo de guerra, al que hay que “colocar” el producto como sea. El lenguaje de la economía de mercado se ha convertido en muy agresivo: no se trata con personas, sino con objetos cuya seducción desde el consumo garantiza el crecimiento de las compañías, objetivo que, por cierto, parece haberse convertido en el único objetivo de las mismas.

Pero uno tiene la impresión de que Adam Smith ha llegado al límite. El milagro del bien común conseguido con la búsqueda del bien individual, puede haber entrado en crisis. El mercado, como mecanismo para garantizar que, buscando cada cuál lo mejor para él, lo más conveniente en cada momento, hace emerger un bien común en forma de generación de riqueza (la ley de la oferta y la demanda), puede que tenga sus límites. ¿Y si una parte de la población ya no actúa de forma racional, de acuerdo con sus intereses, sino movida por una espiral de crédito y consumo que no puede controlar? ¿Y si la presuposición de que los recursos naturales, que están al principio de la mayoría de las cadenas de valor de nuestras economías, no fueran ilimitados? ¿Y si el planeta estuviera empezando a notar que consumimos más de lo que él puede regenerar?

Hace unos años leí el texto La tensión esencial de Thomas Kuhn. El autor de «La estructura de las revoluciones científicas» proponía en ese libro que la evolución de la ciencia era resultado de una tensión «esencial» entre «ciencia normal» (las teorías ya aceptadas, que van siendo aplicadas) y las «disrupciones» que los científicos jóvenes, menos ligados a la «ciencia normal», aportaban. Dicho de otro modo, en ciencia se avanza gracias a la tensión permanente entre conservadurismo y progresismo, entre norma y ruptura.

Me he acordado recientemente de la idea principal del texto, la de tensión esencia, como metáfora para intentar resumir la situación actual: Creo que la «tensión esencial» se da en estos momentos entre el individualismo feroz, de base económica, con el que nos está seduciendo el poder neoliberal (que ahora rige el mundo), y la realidad de que somos un colectivo (una red) en un mismo planeta, que debe funcionar de forma ecosistémica. Dicho en otras palabras, sólo nos importamos a nosotros mismos, pero sin los demás no podemos vivir.

En esta línea, comentaba Putnam en su libro Bowling alone que los norteamericanos habían dejado hace tiempo de «vivir en comunidad». De hecho, utilizaba en el propio título de su libro una observación que le sorprendió: muchos hombres ya van a jugar solos a los bolos (una actividad otrora claramente social). No hace falta movernos de nuestro Continente: el porcentaje de personas que viven solas en las grandes capitales de Europa no para de crecer (en algunas ya sobrepasa el 60%). 

La paradoja está servida. En la época de las redes, donde todo está conectado con todo (pronto lo estarán billones de «cosas», gracias a las etiquetas de radiofrecuencia), resulta que nos empeñamos en vivir como nodos aislados. Nuestro «aburbujamiento social» (vivimos en una burbuja cuyas fronteras son la hipoteca y el plan de pensiones) se evidencian a menudo en un pésimo comportamiento cívico. Como ciudadano no puedo dejar de deprimirme cuando veo el estado de los contenedores de reciclaje (rodeados de basura que sus «propietarios» no han querido separar adecuadamente), o cómo queda la playa el domingo por la tarde después de dos días de intenso uso por parte de ciudadanos que sólo se preocupan de su metro cuadrado individual. Lo de todos no es de nadie.

Si esta actitud in-cívica (sólo me importa lo mío) se mezcla con una cultura de la avaricia (tener es ser), el resultado es un modelo socioeconómico de nodos que compiten más que colaboran. Es cierto que el ser humano siempre ha sido avaricioso (quizás por autoconservación), pero, como nos recordaba brillantemente Diane L. Coutu en su artículo «I was greedy too», publicado tras la crisis ética de Enron, el problema cambia de escala cuando la avaricia «infecta a toda la sociedad», y cuando el dinero es la única métrica del éxito.

Es cierto que hay que competir para avanzar darwinianamente. Pero también lo es que algunos biólogos nos dicen ahora que colaborar (simbióticamente) es tanto o más importante para la supervivencia de las especies. El ecosistema impone un marco en el que sólo la colaboración permite sobrevivir.

De hecho, vemos la importancia de la colaboración en algunos campos de actividad. Así, es justamente la colaboración constructiva la que hace avanzar a la ciencia. Sin un flujo abierto de ideas no estarían donde estamos, en términos tecnológicos. Si cada idea de Newton o Schrodinger se hubiera patentado, todavía arderían teas para iluminar nuestras casas, y nos moveríamos a caballo.

Algo parecido lo vemos en algunas culturas básicamente colaborativas; pese a su preocupante estado económico actual, fruto de una burbuja especulativa inmoral, el futuro de Japón parece una apuesta segura, por el «orden» social que reina en la comunidad (¿en qué otra metrópolis de mundo puedes dejar tu coche con las llaves puestas, sin peligro de robo, más que en Tokio?).

La colaboración es el ethos de la productividad de una red. En otras palabras, una red en la que los nodos sólo piensen en su beneficio personal no puede prosperar. No tengo datos científicos para asegurar esta afirmación, pero es mi más profundo sentimiento actual.

En esta situación, nos encontramos con quienes aceptan que el individualismo es la forma de ser a la que tendemos naturalmente. Toda sociedad tendería así a una masa de individuos que procuran para sí mismos. La ciencia nos dice, ahora si, que en esa situación tienden a aparecer espontáneamente desigualdades de renta. Unos pocos prosperan, la mayoría sobreviven, y unos muchos no tienen nada que esperar. Una situación de desesperación de los excluidos, económica y tecnológicamente, que ahora no vemos, pero que será, me atrevo a pronosticar, el principal problema social dentro de 25 años.

En esta situación, algunos abogan por el «control» de los que no se ajustan a la «realidad» con tecnologías de simulación y predicción del crimen, à la «Minority Report». Pronto en tu barrio, de verdad. Softwares que permitirán predecir, con un mes de antelación, cuántos crímenes, y de qué tipo, ocurrirán en un determinado barrio de una ciudad.

Otros creemos en que no está dicha la última palabra. Que este modelo económico calvinista del mundo como un permanente farwest no es el fin de la historia de los modelos económicos, como el sistema democrático que tenemos no es el último eslabón en el desarrollo de un sistema de gobierno más justo. Otra democracia es posible. Y otra economía debe ser posible.

Por eso, me ha parecido muy ilusionante, por refrescante, que algunas personas profundamente metidas en la economía competitiva (fusiones, adquisiciones, valor más allá del valor real, etc.) reconozcan que «los propios capitalistas se van a cargar el capitalismo», en una clara prueba de que lo no ecosistémico (lo que no tiene en cuenta el equilibro entre los componentes de un sistema) no tiene futuro.

Un ejemplo es lo que nos proponía Claude Bébéar, fundador de la exitosa aseguradora francesa AXA. En su libro Ils vont tuer le capitalisme (van a matar al capitalismo), ya comentaba que la economía meramente financiera (todo especulación) navega por libre, sin apenas conexión con la economía real (la producción).

En particular, el «valor» de las acciones (su precio en el mercado) no se corresponde con el «valor verdadero» de las empresas. A los inversores les importa poco lo que hace, por qué lo hace, y cuáles son los planes de una empresa: sólo les importa el valor «ahora» de las acciones.

Bébéar proponía un pequeño pero significativo cambio, que basaba en la idea de que los accionistas de una empresa no sólo tienen derechos, sino que también tienen deberes. Proponía que votar en las juntas de accionistas debería ser obligatorio. Y, más aún, proponía que el valor de las acciones no sea el mismo para todas ellas, sino que se premiara al accionista que las conservara más tiempo (a aquel, por tanto, que es fiel a la empresa, que cree en su proyecto, que es parte de su «sistema»).

Análogamente, proponía que los dividendos fueran función del tiempo de posesión de las acciones. Así, la compra puramente especulativa quedaría en inferioridad de condiciones respecto a la compra «constructiva».

En fin, que veo la tensión entre individualismo económico y colectivismo ecosistémico como la más importante para los próximos años. Necesitamos, pues, cambios radicales de actitud, que nos orienten a lo que realmente somos: un colectivo único en el planeta.

Quizás de esto es de lo que deberian hablar en Davos…

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