10 Nov Ke!924 La maldición (o bendición) de saber
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Ayer tuve la ocasión de visitar una de las empresas más innovadoras del país. Se trata de una empresa del sector metal-mecánico de precisión (http://www.vilardellpurti.net), con gran éxito desde hace décadas en el sector automoción y aeronáutico, y que ha iniciado hace poco una nueva división médica (http://www.avinent.com). Visitando sus naves, comprendí de nuevo la relevancia del tándem tecnología-personas. Es cierto que disponen de la mejor maquinaria mundial en su sector, pero el verdadero activo es su equipo humano. Personas que saben muy bien lo que se hacen, y, mejor aún, personas que quieren mejorar lo que hacen día a día. Y con un liderazgo serio y visionario, simultáneamente.
Es justamente la cantidad de conocimiento acumulada durante décadas en la empresa lo que les permite acelerar su ritmo de innovación. Y lo que les brinda la posibilidad de entrar en nuevos negocios, aparentemente distantes del original. Y aquí es dónde entro en una paradoja interesante.
Recorriendo su empresa, en concreto sus salas limpias de la división médica, me di cuenta de que el suyo era un caso exacto de lo que aquí he denominado varias veces “exploración de las orillas del negocio”, y, más concretamente, de lo que me atreví a denominar “el ángulo fundamental del management moderno” (http://www.instituteofnext.com/blog/perm.php?id=4347). A saber, que una empresa tiene hoy la posibilidad de superar el crecer “orgánicamente” (nuevos productos, nuevos mercados, pero en la línea de lo que hacemos ahora) a crecer “creativamente” (aplicación de lo que sabemos hacer, de nuestro know-how, y de nuestra percepción de marca, a nuevos productos y mercados). Incluso me permití dibujarles el “mapita” de esta idea-fuerza al presidente y al director general de la compañía mientras comíamos.
La paradoja es que cuanto más has reflexionado sobre una cosa, cuanto más la sabes, y cuanto más la tienes “interiorizada”, más evidente te parece, hasta el punto de que la encuentras trivial. Para mí, pensar la diversificación de una empresa en clave de “cambio de base” de [producto, mercado] a [conocimiento, marca] es tan natural, como lo es para otros hablar de los resultados del fútbol.
Pero la realidad es que, cuanto más te especializas en un conocimiento, más difícil te resulta imaginar qué es no saberlo, y, más en concreto, te cuesta entender que la idea no es trivial para los demás. Es la maldición de los sabios, que lo tienen ya todo pensado, y a los que se les aparecen en la mente montones de conclusiones, emergentes a partir de lo que observan cada día, cuando el resto de los mortales aún tenemos que abrir los ojos. Es estar de vuelta sin prácticamente necesidad de haber ido a ningún sitio (una pequeña variación que me permito de una de mis frases preferidas en el Juan de Mairena de Machado; un ejemplo exacto de lo que estoy diciendo: quién haya leído este extraordinario libro sabrá de qué hablo, y captará todos los matices, y quién no se quedará sin saborear mi frase).
Justamente sobre este tema trata un breve pero intenso artículo en la Harvard Business Review de diciembre 2006 (“The curse of knowldege”, de Chip Heath y Dan Heath).
La idea principal del artículo es que “cuando alguien sabe algo le es difícil imaginar qué es no saberlo”. De esta manera, nos dicen, saber algo “te maldice”, te impide transmitir, compartir, lo que sabes, porque el conocimiento está todo el rato en tu cabeza bien presente, y no puedes seguir el proceso de absorción del conocimiento que está experimentando el que te está escuchando.
Es muy complicado explicar esta idea (otro auto ejemplo de ella misma: cuando la entiendes te resulta tan obvia que es difícil explicarla, así como entender que otro puede no saberla). Los autores citados sugieren que una buena forma de superar esta “maldición” consiste en usar un lenguaje muy concreto (se me ocurre que el extremo sería el método teoremático de las matemáticas, que construye una idea tras otra), o, en usar historias.
Y ellos se aplican el cuento y utilizan un ejemplo que me parece brillante. Cuentan como en un estudio de los años 90 en la universidad de Stanford, se repartieron dos simples tareas a un grupo de personas. Unos eran “golpeadores de nudillos” y los otros “oyentes”. El experimento consistió en que a cada golpeador se le asignaba una canción conocida, y se le pedía que la “tarareara” golpeándola en la mesa con los nudillos. El trabajo del oyente era intentar adivinarla.
Tararear con los nudillos…
Pues bien, de 120 canciones tarareadas, sólo 3 fueron adivinadas…
Lo curioso es que los golpeadores pensaban que los oyentes adivinarían una de cada dos.
Y es que cuando tienes la canción en el cerebro, la estás escuchando todo el rato, aunque en realidad tus nudillos sólo estén dando golpes sin mucha armonía. Que tu “sepas” la canción te inhibe totalmente de ponerte en el papel del que está escuchándola y debe adivinarla. Saberla te limita como transmisor de conocimiento.
Algo parecido ocurre, creo, en el juego de adivinar películas: tú la tienes claramente en la cabeza, y te parece obvio que los movimientos que haces la describen perfectamente, pero otra cosa es lo que ven los que te observan.
En definitiva, no es obvio, ni trivial, que quién sabe algo lo pueda transmitir, a causa de que saberlo le limita su capacidad de ponerse en el papel del ignorante. Saber le “maldice”.
Todo un apunte para pensar de manera diferente cómo transmitimos conocimiento en las organizaciones.
(Mensaje 924; serie iniciada en 1995)
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