Ke!883 ¿Cuál es la cantidad adecuada de innovación en una compañía?

Ke!883 ¿Cuál es la cantidad adecuada de innovación en una compañía?

Normalmente, las empresas se quejan de que no se innova. Cuando se está en esa situación, la prioridad acostumbra a ser definir una estrategia y un modelo de innovación, que pasa por “motivar” a todo el personal para que “aporte ideas que puedan convertirse en resultados”. Lo normal es que la gente, a pesar de lo que al principio se piensa, responde aportando ideas, por lo general muy buenas.

Y entonces surge la paradoja: ¿cómo manejar, cómo seleccionar, lo mejor entre una cantidad enorme de ideas? O sea, cuando hay pocas ideas nos quejamos, para cuando hay demasiadas, también. Resulta por tanto fundamental definir cuál es la “cantidad adecuada” de innovación en la empresa.

Sobre este tema trata un “imprescindible” artículo de Mark Gottfredson y Keith Aspinall en la Harvard Business Review (Noviembre 2005, p62), titulado “Innovation vs complexity: what is too much of a good thing?”.

La idea básica del artículo es que hay que encontrar un equilibrio entre innovación y complejidad. A este punto de equilibro, los autores le dan el nombre de “innovation fulcrum” (punto de equilibrio en innovación), y lo definen como aquel punto en el que el número de productos o servicios es tal que hay un equilibrio entre satisfacción del consumidor (o sea, hay suficiente variedad de oferta) y complejidad operativa (o sea, ofrecerlos al mercado no conlleva una complejidad tan elevada como para comerse los beneficios).

Dicho de otra forma, y en sus propias palabras, “es el número de productos que optimiza tanto las ventas como los beneficios”. Por encima de ese número, la complejidad se come los márgenes. Por debajo, no se consiguen las ventas potenciales porque no se satisface suficientemente la demanda.

Encontrar ese punto es, posiblemente, uno de los retos más complejos de una organización. Pero tener alguna idea de cómo encontrarlo se convertirá en el futuro próximo en una necesidad ineludible de miles de empresas, en especial cuando la “fiebre de innovar” se empiece a traducir en más y más estrategias de innovación que, automáticamente lleven a la paradoja de “exceso de innovación” que hemos comentado al principio.

La verdad es que el entorno actual complica las cosas, porque es más fácil que nunca “producir variedad”. De hecho, la “customización” que se proponía como una de las ventajas de la era digital (“mercados de un cliente”) es una realidad factible en muchos campos. Pero aunque esto está muy bien desde la óptica de la demanda (“tengo exactamente lo que quiero”), también crea una complejidad operativa en el lado de la oferta que no necesariamente se traduce en mayores beneficios, sino, más bien, en todo el contrario. De hecho, está cada vez más claro que los clientes consideran que una excesiva oferta es mala (“too many is less”: demasiado de algo es excesivo). Así lo ha comentado, por ejemplo, Barry Schwartz en su libro The Paradox of Choice (http://www.amazon.com/gp/product/0060005688/002-5922408-2100061?v=glance&n=283155).

Un ejemplo claro de esto lo encontramos, creo, en la banca, donde la multiplicación de productos y servicios disponibles en el portafolio de oferta es tan elevada, que me atrevo a decir que resulta imposible encontrar algún empleado de oficina que los conozca todos. De hecho, el empleado de oficina acaba vendiendo sólo aquellos productos que entiende. Más productos en el catálogo lleva a la confusión del mercado, tanto del que vende como del que compra. En otras palabras: la incorporación de más productos implica una mejor oferta, pero añade unos costes, en forma de mayor complejidad, que no compensan (o sea, se empiezan a producir “retornos decrecientes”).

La clave está, pues, en encontrar el “máximo” de oferta que genera el “mínimo” de complejidad. Un típico problema de modelización matemática, al que los ingenieros están más que acostumbrados. Encontrar el nivel óptimo de diversidad es una cuestión crítica, para cuyo cálculo se definirán, con seguridad, unos cuantos métodos en los próximos meses.

Explicado como lo hemos hecho, el problema es claro. Pero los autores recuerdan que, a pesar de la evidencia, pocas empresas se dan cuenta de ello.

Lo mejor de los autores es que nos aportan una solución muy sencilla y poderosa. Ellos lo denominan el análisis del modelo T.

Empieza por considerar cual es la mínima cantidad de diversidad de productos estándar que puedes ofrecer para que sea rentable tu negocio. Por ejemplo, en el caso de Ford en los años 20, la mínima cantidad era 1: el modelo T (de donde el nombre de este análisis). En el caso de la banca, por ejemplo, lo más elemental que puedes hacer es dar interés por el dinero de tus clientes (pasivo), y generar otro interés mayor dejando ese dinero a un tercero. Ese sería, quizás, el producto mínimo que puede generar rentabilidad.

A continuación, se procede a ir añadiendo variedad al “sistema de negocio”, o sea, a diversificar el portafolio de productos, midiendo mientras esto se hace cuál es el impacto que esta diversificación está teniendo en la cadena de valor en términos de incremento de costes, así como en los beneficios generados.

Cuando el análisis de esta “función” diversificación-costes muestra que los costes añadidos superan a los beneficios generados, ello indica que has llegado al “punto de equilibrio de innovación” (innovation fulcrum).

Sencillo en cuanto idea, brillante en cuanto a concepto. Posiblemente complejo en cuanto a su determinación. De nuevo, en los próximos meses/años podemos esperar metodologías y herramientas para medir esta función (diversidad de oferta) – (complejidad operativa).

En cualquier caso, la idea es muy intuitiva y lo que seguro que te permite es pensar qué ocurriría si sólo ofrecieras tu “producto estrella”, aquel que con la menor complejidad (seguramente porque traduce lo que “mejor sabes hacer”) genera el óptimo de resultados (“lo que el mercado está más dispuesto a valorar de ti”). La tentación, entonces, de centrarte en esto y dejarte de lo demás, es muy estimulante.

Consejos finales (no por obvios menos críticos) de los autores:

Exigir de cada nuevo producto que añadamos al portafolio que añada menos complejidad operativa que el beneficio que generará (o sea, evitar productos complejos y no rentables). O sea, la disciplina del análisis del beneficio aportado por cada nuevo producto.

Trasladar la complejidad cuanto más cerca del cliente mejor. A ser posible, en la misma tienda, para que sean “configurados” allí de acuerdo con el cliente, en una customización en tiempo real que evite los costes de hacerlo “just in case” en fábrica.

“Institucionalizar la simplicidad en el proceso de toma de decisiones” a lo largo de la cadena dse valor. O sea, asegurar que en cada fase de la cadena de un producto en la que se aplica una innovación, el responsable de la misma puede tomar una decisión sobre la base de cuanta complejidad-beneficio genera esa innovación en su parte de la cadena. Sólo la “multiplicación” de lo óptimo en cada fase de la cadena de valor genera un óptimo general en el total de la cadena. (O sea, un mecanismo à la navaja de Occam en cada parte de la cadena).

Llevar a cabo revisiones periódicas del portafolio de productos, buscando la eliminación de fuentes de complejidad que erosionan los márgenes, en un búsqueda sistemática del “punto de equilibro en innovación” que optimice los beneficios.

En definitiva, un factor crítico de éxito en innovación va a ser encontrar el balance adecuado entre la “máxima” cantidad de diversidad para el cliente y la “mínima” cantidad de complejidad operativa.

El artículo citado es adquirible en formato PDF en http://www.hbr.org

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