Ke!682 Aprender de los que midieron el meridiano terrestre en plena Revolución

Ke!682 Aprender de los que midieron el meridiano terrestre en plena Revolución

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Las empresas no son las que innovan: son las personas. Las empresas tienden a ser conservadoras, o sea, tienden a sacar provecho de sus fuentes de ingresos estables (en especial, de sus buenos clientes, de aquellos que generan la mayor parte de sus beneficios). Las empresas viven de su “espacio negro”.

Por suerte, en efecto, hay personas cuyo “motor vital” es innovar. Es mejorar el mundo. El innovador es alguien con una “misión” (a veces, inútil, es cierto). Es alguien, inmerso en el “espacio blanco”. Quien crea que la tarea del innovador es fácil, y no esté dispuesto a pelearse con el mundo, que lo deje. Creo que es un buen consejo.

La realidad de la historia es que hemos ido construyendo sobre los esfuerzos de nuestros predecesores. Esto es especialmente cierto en la ciencia. No es extraño que grandes científicos de la actualidad consideren que su obra es posible porque la han construido “sobre los hombros de gigantes” (los que construyeron antes).

 

(Tiempo estimado de lectura: 8 minutos)

PARA PENSAR:

Debemos a Arthur C. Clarke una curiosa paradoja sobre la innovación. Imaginemos que hoy lanzáramos una nave espacial hacia una estrella próxima. Con la tecnología actual, el viaje tardaría varios siglos. Además, mientras estuviera de camino, sería adelantada por otra nave, lanzada siglos más tarde, y con mucha mejor tecnología. Más aún, esta última también sería adelantada por otra nave, lanzada siglos más tarde. Y así una tras otra. La pregunta trivial a hacerse es, por lo tanto, ¿por qué lanzar una nave ahora, si seremos capaces de lanzar una más rápida dentro de unos siglos?

La respuesta es muy simple: porque si no lanzamos ahora una nave “lenta”, nunca seremos capaces de desarrollar la tecnología suficiente para hacer posible una nave “rápida”. En otras palabras, la investigación y desarrollo, y la innovación, son siempre etapas en un proceso constructivo. No son puntos finales. El progreso es un proceso.

La realidad de la historia es que hemos ido construyendo sobre los esfuerzos de nuestros predecesores. Esto es especialmente cierto en la ciencia. No es extraño que grandes científicos de la actualidad consideren que su obra es posible porque la han construido “sobre los hombros de gigantes” (los que construyeron antes).

En términos de innovación, se me ocurre que esto tiene una interesante lectura. Si innovar fuera una decisión a tomar de forma “macro” (a nivel de país, a nivel de gran corporación), no se innovaría nunca. El “que inventen ellos” tiene aquí algo de sentido: ¿para qué esforzarse en desarrollar una nave espacial “hoy”, si alguien desarrollará una mejor “mañana”? ¿No es más económico esperar?

Pero, por suerte, las empresas no son las que innovan: son las personas. Las empresas tienden a ser conservadoras, o sea, tienden a sacar provecho de sus fuentes de ingresos estables (en especial, de sus buenos clientes, de aquellos que generan la mayor parte de sus beneficios). Las empresas viven de su “espacio negro” ( http://www.instituteofnext.com/extranet/index.asp?idm=1&idrev=1&num=575).

Por suerte, en efecto, hay personas cuyo “motor vital” es innovar. Es mejorar el mundo. El innovador es alguien con una “misión” (a veces, inútil, es cierto). Es alguien, inmerso en el “espacio blanco”. Quien crea que la tarea del innovador es fácil, y no esté dispuesto a pelearse con el mundo, que lo deje. Creo que es un buen consejo.

De hecho, hay algunos ejemplos históricos que demuestran hasta qué punto el motor del innovador, guiado por su misión, le lleva a superar entornos muy poco propicios.

Así, me recordaban hace unos días cómo en una Italia (el territorio de la península itálica) convulsa por conflictos perennes entre aristócratas poderosos (entre ellos el Papa), emergieron figuras como Miguel Ángel, y se desarrolló un cambio tan sustancial como el Renacimiento.

De hecho, estoy leyendo ahora una historia igualmente ilustrativa. Se trata de la aventura de la medida de un meridiano terrestre. Concretamente, de la medida realizada por triangulación geodésica entre Dunkerke y Barcelona, pasando por París. Una tarea enorme para la época, que realizaron “innovadores” tan atrevidos como Delambre y Méchaine.

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El objetivo era simple. En esa época, las unidades de medida utilizadas en Europa se contaban por decenas de miles. No sólo cada pueblo, sino que incluso cada barrio de ciudad, tenían sus propias unidades de medida. La consecuencia era una dificultad más para el desarrollo normal del comercio.

Un puñado de mentes ilustradas decidió cambiar el estado de las cosas, sin esperar a que “el futuro” lo arreglara. Decidieron definir un sistema único de medidas, que todos los pueblos del mundo pudieran considerar como propio. Para la medida de longitud, escogieron la propia Tierra como estándar, porque es “de todos”. La medida sería pues “universal”, y, como tal, debería ser aceptada por todos.

Concretamente, decidieron llamar “metro” a la diezmillonésima parte de la distancia medida sobre el globo entre el Polo Norte y el Ecuador. Para determinar, pues, la medida del metro, debían medir un trozo del arco de meridiano. Puesto que la idea surgió de la Academia de Ciencias de París, el trozo de arco que se midió fue el que pasaba por esa ciudad. El arco a medir era el comprendido entre Dunkerke, en la costa francesa, y Barcelona, también en la costa, en el sur.

Lo que es menos conocido es el entorno en el que Delambre y Méchain tuvieron que llevar adelante sus mediciones. Quizás el año nos ayude: 1792. En efecto, la medición del arco de meridiano se llevó a cabo durante los años más violentos de la Revolución Francesa. De hecho, el libro citado de Alder es una especie de novela realista de la ciencia, puesto que nos cuenta las mil y una aventuras en las que incurrieron los científicos de la Academia. En un tiempo de revolución, violencia y pasión revolucionaria por un futuro mejor, su tarea, sus instrumentos, su apariencia incluso, no eran comprendidas por una gente que difícilmente respetaba alguna autoridad (más aún, ¿quién era la autoridad?).

La moraleja es bien clara: no creo que los momentos actuales sean tan convulsos como los de la Revolución Francesa. Por tanto, no tenemos ninguna excusa posible para no innovar.

De hecho, hay paralelismos interesantes entre esa época y la nuestra. En ambos casos hay un esfuerzo importante por la estandarización, por la búsqueda de sistemas “universales” que faciliten la “comunicación” entre las personas. En aquellos momentos se trataba del sistema métrico decimal. Ahora, se trata de los sistemas abiertos que heredan la potencia de futuro de los protocolos IP: la mejor aportación de Internet a la historia acabará siendo su apuesta por protocolos universales, abiertos, en una época en que lo “propietario” dominaba. Si hubiéramos esperado que las grandes corporaciones desarrollaran Internet, todavía estaríamos decidiendo que sistema, de los “n” generados, era el mejor.

Para terminar, me gustaría recomendar, en esta línea, una lectura interesante para el verano. Se trata del librito The next fifty years, editado por John Brockman.

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Brockman es un personaje notable. Es el alma detrás de la Edge Foundation ( http://www.edge.org), un think tank esencial para entender hacia dónde vamos. Su energía se dirige a conseguir las opiniones de la gente más inteligentemente visionaria del planeta.

Pues bien, en este libro se recogen “25 ensayos de los científicos más notables del planeta” (bueno, de 25 de ellos, porque no son todos los que están, no están todos los que son). Se cubren la mayoría de áreas de la ciencia. Como buenos científicos, no se atreven a hacer de oráculo (qué pasará), sino que se dedican a repasar las grandes preguntas de la actualidad en su campo, para, de acuerdo con el estado de conocimientos previsible para los próximos 50 años, hacer un pronóstico de qué preguntas se habrán resuelto entonces.

El libro puede leerse aun sin conocimientos científicos sobre las diferentes materias.

Algunas de las ideas que se leen en el texto:

• En psicología, la neurociencia nos ayudará a entender mejor nuestra mente, y, más concretamente, cómo aprendemos.

• En biología, nos adentraremos en una especie de “ley de Moore de la genética” (el análisis del genoma será cada vez más barato, hasta el punto de que cada uno de nosotros podrá encargar el estudio del suyo propio), que tendrá inmensas consecuencias humanas e industriales, y, quizás, nos permita entender mejor qué es la vida.

• En física, avanzaremos en la comprensión de la materia, y quizás lleguemos a esa teoría del todo, pasando por nuevos retos a nuestro sentido común, como, por ejemplo, que el espacio y el tiempo no son continuos, sino granulares, cuánticos.

• En matemáticas, aprenderemos nuevas técnicas de su aplicación a los problemas de las ciencias sociales (de la misma forma que desarrollamos la termodinámica construyendo motores de explosión, y no al revés, desarrollaremos nuevas matemáticas de tener que resolver los problemas de complejidad que emergen, ellos mismos, del análisis de nuestro mundo.

• En cosmología, avanzaremos en la intrigante pregunta de si existe un único universo, el nuestro, o si, más bien, existen más de uno en paralelo (el “multiverso”), una vez descubramos las ondas gravitacionales, y podamos reescribir la historia del tiempo.

El lector estará de acuerdo conmigo en que estas son preguntas de verdadero calado. Son preguntas que nos atañen a todos como especie. Más radicales, más universales que las cuotas de mercado que quizás consigamos el año que viene…

Y, en los próximos 50 años, ¿que le ocurrirá a la empresa?
Me atreveré con esta pregunta en el próximo mensaje.

En fin, frente a todos los problemas, frente a todos los frenos, ánimo y a innovar.

Un último apunte: que nadie se crea que la innovación es perfecta. En el libro sobre la medición del meridiano que hemos apuntado, se desvela que los autores de la medida supieron en seguida que se habían equivocado, y que el metro que habían medido era unos 0,2 mm corto. O sea, que no era la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano entre el Polo Norte y el Ecuador. Estaban en lo correcto en cuanto a su error: hoy sabemos que esa distancia es, en realidad, de 10.002.290 metros.

¿Si hasta el metro es erróneo, cómo podemos no innovar? Se aprende al errar…

Alfons Cornella
Infonomia

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