Ke!917 La arquitectura de la felicidad

Ke!917 La arquitectura de la felicidad

He tenido ocasión de leer recientemente un libro que, aparentemente, no tiene nada que ver con innovación, pero que creo que admite una lectura paralela de interés para los innovadores. Se trata de “The architecture of happiness” (http://www.alaindebotton.com/architecture.asp), de Alain de Botton (http://www.alaindebotton.com), el autor inglés que se ha hecho algo famoso con su serie televisiva de divulgación sobre filosofía (http://www.alaindebotton.com/pages/about/index.asp?PageID=110), y que escribió el best-seller “How Proust can change your life”.

El texto va de arquitectura. Y debate, básicamente, qué hace que un edificio, que una casa, nos proporcione felicidad, a través, entre otras cosas, de su belleza, de la tranquilidad que genera en nosotros, de lo “bien” que en ella nos sintamos. En el fondo, el libro es una brillante “excursión” literaria por las ideas que proporcionan “valor” a una arquitectura, entendiendo por “valor” aquello que un humano ha ido apreciando como “bello” o “vivible” de un edificio. La conversión de ideas en valor es el tronco principal del debate sobre innovación, por lo que me parece útil hacer algún comentario sobre cómo la arquitectura “produce” valor que la gente perciba como bueno.

Algunas de las frases de de Botton sobre el “valor” de la arquitectura: lo que nos rodea nos afecta (en especial, afecta nuestro estado de ánimo); la arquitectura como “celebración del poder del espacio físico”; la arquitectura como disparadora de un estado del alma (“architecture that prompts a state of the soul”); edificios como recuerdos emocionales (“buildings as emotional souvenirs”); edificios que proyectan valores; etc.

La principal línea argumental es que la arquitectura no es un valor meramente utilitario (un lugar donde refugiarse) sino un valor casi moral: un edificio no es solo un refugio sino que debe “hablarnos”. Por ello, es vital que el arquitecto entienda qué hace de “un lugar construido” un ambiente que nos haga sentir bien, que nos aporte tranquilidad, que nos haga llegar belleza. Pone como ejemplo el de una catedral gótica, que “obliga” a quien entra (con su belleza “imponente”, que impone) a hablar mediante susurros, en un aire de respeto natural que se deriva de la cultura de recogimiento que transpira de la misma (“una iglesia como espacio cuya intención es ayudar al visitante a acercarse a Dios”).

En ese sentido, una de las principales discusiones del texto es el debate sobre “qué es bello”, o, mejor, qué hace que un edificio sea percibido como “bello” por los humanos. Entre otras cosas, porque hay algo muy profundo en nosotros que nos dice que “la belleza conlleva la bondad”, que la belleza trae consigo la honorabilidad, con la convicción de que “la exposición continuada a la belleza nos hará mejores”. La belleza como “un fragmento de lo divino”, un edificio bello como un “memorial de identidad”.

En definitiva, un espacio diseñado desde lo humano con criterios más elevados que la mera “utilidad” del mismo, nos transmite un estado de ánimo, quizás a través de la belleza, que repercute en nuestra capacidad de hacer: un buen edificio hace sentirnos bien.

Y, aunque el autor avisa de que no hay (aún) una ciencia que nos permita diseñar con total precisión un edificio que nos lleve a ese estado de ánimo positivo, hay algunos componentes que acostumbran a aparecer en entornos (edificios, objetos, lugares) que nos gustan: el orden (“las calles como momentos de civilización”, “la geometría como victoria sobre la Naturaleza”), en especial el orden en balance con la complejidad (dominada); el equilibrio (la “síntesis de temperamentos emocionales” entre razón y emoción); la elegancia (una combinación de gracia, resistencia y economía de elementos: “elegancia como simplicidad ganada con gran esfuerzo”); la coherencia (“la belleza como hija de la coherente relación entre partes”, un edificio en coherencia “con los valores y ambiciones de una era y lugar”).

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El puente de Roebling sobre el Niagara: Un extraordinario ejemplo de elegancia constructiva: poder que desafía la economía de medios

En fin, un goce de lectura, en especial para quien quiera disfrutar de un inglés elegante, conciso y calibrado (de nuevo, en el sentido de “elegancia como simplicidad ganada con gran esfuerzo”).

La cuestión es qué podemos aprender de este texto, los que nos interesamos por la innovación. Bueno, yo creo que si la innovación es una función de ideas a valor (o sea, consiste básicamente en convertir ideas en valor), el peso de esta función debe pasar de concentrarse en “generar ideas” a “convertirlas en valor”. O sea, el tema clave ya no es conseguir que la gente de una organización genere ideas en sí, cosa que es bastante fácil de conseguir (basta con crear un instrumento de recogida de ideas y definir algún filtro que ayude a discriminar las más interesantes) sino en entender qué es valor para el público (mercado) al que nos dirigimos.

Y en esa comprensión del valor que va más allá de la utilidad, el valor que se funde con la percepción de “sentirse bien” con lo que nos proponen, la arquitectura nos puede ser de gran inspiración, aunque sólo sea porque lleva siglos convirtiendo ideas en valor, en forma de belleza, emociones, y comodidad.

No sólo hay una lectura del texto en clave de “qué espacios físicos nos hacen sentir bien para que seamos más creativos” (un tema que se va convirtiendo en fundamental en el diseño de espacios de trabajo que estén de acuerdo con una sociedad de la creatividad como la que tenemos que desarrollar), sino también en clave de “qué hace que un humano de un valor emocional a un espacio físico”, o sea, a qué considera “valor” una persona.

Si no entendemos mejor la psicología de las experiencias digitales, o sea, la psicología fina de nuestra vida en “espacios digitales”, en la arquitectura de lo virtual, no podremos desarrollar una sociedad del conocimiento avanzada. ¿Cuántos proyectos de organización digital de un espacio de conocimiento han fracasado por estar diseñados sólo desde la utilidad de las herramientas, o sea, desde una estética de la funcionalidad creada por el ingeniero? ¿Cuántos éxitos se derivan de crear un lugar digital en el que la gente, simplemente, “se sienta bien”, sin que se desprenda de ello ninguna utilidad concreta?

Entender qué hace de la arquitectura “real” una fuente de felicidad nos puede ser de mucho interés a la hora de diseñar una arquitectura “virtual” que emocione. Porque nuestros hijos o nietos vivirán, sin duda, en una experiencia dual, tan real como virtual.

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